miércoles, 28 de diciembre de 2011
ISMAEL OLLERO - ALL IN
No sé qué hora sería en el momento de atarme los botines, abrocharme el cinturón y descuidar mi peinado. Nunca me gustó llevar reloj y mis barbas delataban una indiferencia que podía ser apreciada por un miope sin gafas desde la acera de enfrente. Justo esperé a cerrar la puerta de casa para darme cuenta de que había olvidado el paquete de tabaco. Cuando no es una cosa es otra.
Una vez en la calle, me topé con un tipo que tocaba la flauta, pero no me pidió dinero, sino que me saludó con la cabeza. Yo le devolví el saludo enseguida, aunque tardé varios segundos en ubicarle en mi memoria.
A decir verdad, no soy buen fisonomista. Luego me detuve hablando con un joven idealista al que doblo en edad, pero me sorprendía gratamente su manera de expresar el significado que para él tiene el movimiento libertario. Yo le hablaba de libros de Chomski y él me escuchaba con atención, impaciente por ir a buscarlos a la biblioteca pública y leerlos de arriba abajo. Seguro que lo haría en cuanto acabara nuestra conversación.
Esas ganas de aprender las ha cosechado en su casa a raigones. Su casa es un árbol frondoso que crece dando sus frutos. Dispone de un gran número de estanterías repletas de libros, que son como ramas sujetando las hojas perennes en terreno fértil. Por esta razón, esos libros no perecen ni con la llegada del otoño. No existe viento que arrastre sus hojas hacia el olvido, cubriendo la portada en un manto de polvo. Tampoco son objeto de apariencia, ni el adorno destacado de la casa (no es un árbol de Navidad). Esos libros son el mes de mayo, son la manzana del manzano o el limón del limonero. Con estos frutos sus cabezas se llenan de sueños y sabores y viajan a lugares donde ningún avión sería capaz de transportarles.
Como cada domingo, siguiendo mi camino con ojeras y mal cuerpo, entré a tomarme mi copita de vino en el primer bar que se me vino en gana. Era un bar regentado de personas mayores, que mientras jugaban al dominó también intentaban ver la televisión. Sin embargo, ambas cosas conexas eran incompatibles por completo para ellos pues, cuando llegaba el turno de soltar ficha, siempre había uno que no se había percatado de ello. Éste se encontraba en off o, por lo menos, observando los paisajes de Babia, con la mirada perdida en el horizonte, contemplando sus verdes praderas con el hermoso relucir del sol tras el crepúsculo, que le cegaba la mirada y le adormitaba el cerebro a media mañana. Entonces, cansado de esperar, otro abuelo testarudo le llamaba la atención gritando:
- ¡Serafín, despierta y tira de una santa vez, que estás en la luna, coño!
El abuelo atolondrado volvía a la vida de un gran susto, a ráfagas, al igual que una llama a la que se trata de avivar soplando. En cambio, como cuando una llama se queda sin combustible y se apaga, Serafín se apagaba definitivamente. No había chispa, oxígeno ni combustible. El mero soplar en cualquiera de sus ojos no lograba transmitir ni un simple parpadeo del anciano. Los soplidos ahora sólo esparcirían las cenizas, lo cual enojaría mucho a la encargada de la limpieza que, por ese mismo motivo, escuché que hace poco había tenido que barrer los cristales rotos de un cenicero al que Serafín golpeó sin querer con el codo en uno de sus viajes a Babia.
Con este cantar, el resto de jugadores decidió ignorar al decrépito viajero, que permanecía en su silla durmiendo plácidamente, como el montañero que descansa bajo la sombra de un quejigo tras largas horas de caminata por los senderos de La Mancha. Sus ronquidos delataban un sueño tan profundo que casi podía apreciarse lo que estaba soñando a través de su pecho. Tantas cosas a la vez le habían agotado hasta dejarle sin pilas.
Entre tanto, yo seguía con mi vino y el periódico. De pronto, el bar se empezó a llenar, todos los abuelos dejaron abandonada la partida e, incluso Serafín, el abuelo atolondrado, despertó porque ya era la hora.
-¿La hora de qué? -pregunté al camarero.
Va a comenzar la corrida -contestó.
Esbocé cara de adolescente y, aunque intenté sujetarme, se me escapó una risa. El camarero me la devolvió como cumplido y de nuevo pregunté:
- ¿Entonces atletismo, no?
Ahora ya me miró sin fe, como si viniera de Marte, aunque quizás sospechaba que yo era el típico anti-taurino porque no veía antenas por ninguna parte de mi cabeza, ni tampoco una nave espacial aparcada en la puerta.
Toros, hijo, toros –respondió sin ganas de bronca.
Yo asentí con desgana y seguí leyendo el periódico, en vista de que aquello no me interesaba. Sin embargo, la Maestranza estaba a rebosar y los gritos de “¡olé!” en el bar aumentaban por cada capotazo del torero. De hecho, si ahora entrase un policía podría multar al dueño por rebasar el nivel máximo de decibelios permitidos por la ley. ¡Me equivocaba! Allí había uno, viendo la corrida, con el uniforme de trabajo y una cerveza en la mano. El bar era un refugio de hooligans que acababan de ganar la copa de su país. Yo me dejé llevar y alcé la vista hacia la tele para ver qué pasaba. El camarero, al creerme efusivo, me hablaba sobre el torero:
-¡No hay otro como él! ¡Cómo lidia! ¡Pases de pecho, verónicas y pedresinas! ¡Qué gallardía! ¡Mira cómo se acerca a los pitones! ¡Y tiene una mujer que…!
Yo asentía con la cabeza.
Sin todavía acabar la faena, el público reclamaba a viva voz las dos orejas y el rabo, entonces no pude callarme:
Discúlpenme por el inciso –repliqué- pero es de gran virtud ser comedido y aceptar que el partido no termina hasta que el árbitro así lo determina. No cantéis victoria hasta entonces.
La gente comenzaba a murmurar sobre mí. El toro bufaba solicitando un tiempo muerto que vendría como anillo al dedo. Pensaba que la mejor defensa sería la de un buen ataque. Sin embargo, tenía todo en contra: afición, inferioridad numérica y, para colmo, le estaban toreando. Por ello, optó como táctica definitiva el contraataque: salir a por todas cuando ellos vengan. Otra adversidad era el árbitro. No sabemos por cuánto se vendió, pero era evidente que le habían pagado una buena comisión. No podríamos explicarnos sino el error de no expulsar con roja directa ni a picador, ni a torero, ni a banderillero por las constantes agresiones. Que conste en acta.
Lejos de caer en rendiciones, todo ello motivó al animal (al toro me refiero) y, a la heroica, en un no darse por vencido, iría en busca del empate y marcaría, si fuera preciso, de penalti inexistente o en fuera de juego en el tiempo de descuento del partido. ¡Ahora él sería el árbitro o el juez de línea! ¡Sería el Pichichi o el Zamora! ¡Y sería la afición que nunca cesa de animar entre cánticos y palmas! ¡Ese es el espíritu! Ahora mismo el toro sería capaz de escalar el Himalaya atado a un arnés, sosteniéndose verticalmente con las pezuñas. Podría hacer un descanso a mitad de trayecto, encenderse un cigarro sin toser, mirar al vacío y decir en nuestro idioma:
-¡Madre mía, esto está muuuuuu alto!
Podría incluso jugar al póker en la cumbre, sentarse en una silla de camping frente al torero, junto a una mesa con tapete, cartas y fichas. Aquí de poco valdría chequear y las ciegas estarían tan altas que posiblemente lo mejor sería arriesgar con “all in”. Habría que agotar los últimos cartuchos con un as en la manga. El toro aprovecharía los alardes de confianza del torero que cada vez se arrimaba más a sus pitones, infravalorándolo y, sabiendo que encima iba de farol, le mostraría las cartas para dejar la partida sentenciada a su favor.
De repente, gritos. Gritos de pánico, angustia, dolor, horror, terror. Alcé la vista y, a mi alrededor, la gente se echaba las manos a la cabeza sin querer mirar a la pantalla. En la tele, el torero volando a unos tres metros de altura con la pierna ensangrentada. De su muslo izquierdo salía un chorro con la misma presión que el agua sale por el pinchazo de una manguera picada. Por su parte, el toro esperaba su caída para seguir empitonándole. Yo me levanté del taburete rápidamente y golpeando la barra con la palma de mi mano grité sonriente:
-¡Olé! ¡Esto sí que es una gran faena!
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